La Nación Dejó su trabajo en Puerto Madero y reabrió un almacén que estuvo cerrado 50 años en un pequeño y colorido pueblo
26/04/2025
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Paula Ares compró el viejo almacén de Ramón Biaus, un pueblito ubicado a 30 kilómetros de Chivilcoy, y creó La Pituca
RAMÓN BIAUS.— Las cosas le salieron bien a Paula Ares. Cuando cumplió 50 años reabrió un antiguo almacén de ramos generales que hacía, precisamente, el mismo tiempo que estaba cerrado en el pequeño y colorido pueblo Ramón Biaus, a 30 kilómetros de Chivilcoy, y lo reabrió para poder recuperar aromas perdidos de la infancia. Un año después, se ha vuelto una parada de culto con una formula sencilla: “No venís a comer a un restaurante, venís a comer a mi casa”La Pituca se llama lo que hasta el 18 de mayo de 2024 se conoció como Casa Baez, el viejo almacén del pueblo. Ares trabajó durante 15 años en una empresa multinacional en Puerto Madero. Nació frente a la estación de Ramos Mejía, el tren Sarmiento la llevó todos los días al microcentro. Se divorció a los 22 años con tres hijos y comenzó a vender silo bolsas y ahí la vida la cambió. “Las únicas vacas que vi en mi vida fueron en figuritas”, dice. Un cliente suyo era del pueblo y cuando vino, “fue amor a primera vista”, confiesa. No estaba buscando un cambio, pero las Moiras, que según los griegos tejen nuestros destinos le tenían preparada una sorpresa: el campo y el camino de tierra que separa la ruta 5 de Ramón Biaus. “Desde ese momento quise que ese fuera mi camino de regreso a casa”, cuenta.Se fue al pueblo a vivir, pero aun el guion de su vida tenía un capítulo más: en una peña conoció a Ariel Canepa, un gaucho de mirada profunda y baqueana, nacido allí y las sonrisas se cruzaron y desde entonces son novios. En el pueblo había un viejo restaurante, “Lo del Turco”, lo alquilaron, pero el dueño puso una condición: que no se modificara el nombre. En 2018 Paula cumplió su sueño y tuvo su restaurante. Aunque se llamaba así, muchos ya lo conocían como “lo de Paula y Ariel”. La propuesta fue siempre sencilla: “Yo siempre quise recuperar los sabores de la infancia”, cuenta. “De Puerto Madero a Ramón Biaus”, le gusta resumir el cambio de vida. “De regreso a casa en el Sarmiento veía caos, inseguridad, gente en la calle, y acá, cielo, verde, gallinas, árboles y sobre todo: siento la libertad”, afirma para referirse a la vida que dejó detrás. “Lo del Turco” se consolidó. Pero en la misma cuadra, siempre vio una vieja construcción, sólida, atildada, romántica en términos rurales: una fachada con molduras y terminaciones delicadas: la vieja casa Baez. “Yo la quería”, dice. Soñaba con montar un restaurante con su sello propio. Una obsesiónSe obsesionó, pero la única dueña vida, Beatriz Baez no quería alquilarla. Hacía 50 años que el almacén había cerrado, su marido y hermano fallecidos en el medio y no quería remover viejos recuerdos, hasta que le dijo que sí y durante dos años restauró la señorial casona de techos altos, pisos de pinotea, estanterías solemnes, habitaciones inmensas y patio arbolado. “Fue un cambio que trajo oportunidades”, dice Ares.Todas las señales se hicieron presente en la inauguración de “La Pituca”, que se produjo el 18 de mayo de 2024. “Yo no hice ningún cortocircuito, me enamoré a primera vista de esta casa”, dice Ares. ¿Por qué La Pituca? “Fue la mujer más linda de todas”, no tarda en afirmar Ares. Sobre todo, se trata de la madre de Ariel, y en una de las columnas centrales del salón está su foto, antigua aunque con una belleza atemporal, contemporánea incluso. Otra señal para atender: de niña a Paula su abuela la llamaba también Pituca.La Pituca se ve de lejos. Hace honor a su nombre. En un pueblo de casas monocromáticas y patinadas por el paso del tiempo, la fachada del restaurante tiene dibujos orgánicos de vivos colores, ramas, flores y un colibrí. La vereda de ladrillo visto, macetas con cactus. Grandes ventanales y mesas decoradas con elementos del mundo rural. Enfrente, un predio con árboles y fresco césped. Mucho espacio al aire libre. “La idea es invitar a recordar los momentos cuando todos fuimos felices”, dice Ares. “Cocina con amor”, aclara un pizarrón en la entrada. Es otra señal. En el interior, el salón es un templo de fetiches que golpean de lleno en el corazón argentino. Marcas, carteles, envases, botellas, y antiguas fotos. Amable y espacioso, las mesas son amplias, de livings de casas de antaño. Una cocina a leña, algunas máquinas de coser y una centellante heladera Siam. “Creamos un puente hacia emociones puras que conecta con recuerdos de felicidad”, dice Ares. La comida es el portal. Ariel se encarga de los fuegos y los fiambres, hombre de campo, sus manos tienen el conocimiento innato para asar y hacer factura de cerdo. Los platos tienen un orden y se pueden repetir cuantas veces se desee. “Libertad, el campo es libertad”, vuelve a nombrar el punto cardinal donde se ubica La Pituca.Fuentes gigantes“Todo se sirve en fuentes gigantes”, afirma Ares. El primer paso llega con matambre casero, diferentes quesos, bondiola, lengua a la vinagreta, tortilla de papas, berenjenas, salame y aceitunas. Las carnes se hacen a fuego lento, al asador y al rescoldo. Diferentes cortes que incluyen achuras y costillares de un tamaño desmesurado. También hay lugar para pastas caseras y tucos espesos, que pintan platos generosos. La propia Ares está en la cocina con una brigada femenina de arrogante eficacia. “Todas las personas que nos ayudan, son del pueblo”, agrega. El emprendimiento es una fuente de trabajo en un lugar con pocas posibilidades. “Son alimentos reales, comida sana, no hay misterios: te conectás con la abundancia del campo argentino”, expresa Ares. Las mesas se reservan durante la semana y en pocas horas el salón se completa. El pueblo, con apenas 130 habitantes recibe cada fin de semana más de 150 personas que cruzan por la campiña bonaerense un camino que se separa de la ruta 5 en la altura al acceso de Chivilcoy. Ramón Biaus fue una parada del Ferrocarril General Belgrano, que en los noventa se clausuró, el pueblo, como todos, quedó quebrado y su historia se desdibujaba hasta que Paula tuve la acertada idea de cambiar del cielo de Ramos Mejía por el de este amable pueblo de vecinos que saludan y en otoño, una alfombra de hojas amarillas suaviza los pasos de aquellos que eligen vivir ampliando su mirada en este horizonte fecundo y pictórico. “Es un lugar mágico”, lo define Ares.“Lugares como La Pituca son mucho más que un almacén; son un santuario de sabores y memorias”, dice Javier Pintos, carpintero de La Plata, pero un pionero en recorrer pueblos y difundirlos en sus redes. Hace más de 10 años que lo hace. Además de aquellos que llegan a buscar una gastronomía auténtica, las mesas de estos restaurantes reúnen a los viajeros que hace años transitan los caminos de tierra. Pintos conoce esta historia desde el minuto cero.“En Ramón Biaus, la moda no es pasajera; es un acto de resistencia frente a lo efímero, una celebración de lo simple y esencial”, dice Pintos. La Pituca está dentro de una red que fue hecha por el boca a boca de turismo gastronómico que integran pequeños pueblos como Las Marianas (Navarro) y su comedor “Lo de Irma”, famoso por los ravioles que hace una abuela de más de 80 años. O “El Stud”, en la vecina Castilla (Chacabuco). “Viajan a buscar lo simple, la comida casera, a recuperar el sentido de los encuentros familiares”, dice Mariano Morra, del último establecimiento. En su caso hacen dos platos muy celebrados: el costillar al rescoldo y el vacío al disco. “Coincidimos que todos vienen a desconectarse”, asegura.Otro de los que se hacen presente en La Pituca es César Coltrinari, el cantinero itinerante. Desde Roque Pérez hace también ya más de una década que recorre pulperías y comedores de campo llevando su tesoro personal: su aperitivo Coltri, ya un clásico en estos mostradores confidentes. Hecho con hierbas de su terruño, aquí está en las estanterías y es el preferido para abrir la mesa.“Sobre todo, se busca la hospitalidad, que te traten bien, que nadie te apure, la tranquilidad”, dice Coltrinari. Elementos impostados y a veces extintos en la Ciudad. Aquí, son claves para fidelizar clientes que repiten el viaje y terminan siendo amigos de Paula y Ariel. La familiaridad es condicionante para completar esta aventura gastronómica y emocional. “Se tiene la sensación que no venís a comer a un restaurante, sino a visitar a un amigo”, resume el roqueperense.
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